El viento era frío y se arrebujó en su abrigo como un niño que busca la protección en el regazo de su madre. Eran días de invierno y éste era uno de los más desapacibles que recordaba. Las nieves acumuladas en las montañas cercanas hacían que se estuviese alargando más de lo que era habitual en otros años, incluso cerca de la costa, donde ella vivía.

       Jane había cumplido los cincuenta, pero nunca como ahora sentía verdaderamente que los años habían transcurrido y que ya no era tan joven. Era hermosa y tenía un cierto aire romántico y soñador que la hacía más atractiva. Aún mantenía esa chispa de belleza de su juventud, pero los últimos episodios en varios aspectos de su vida habían introducido unos rasgos de tristeza en su mirada que no sabía cómo disimular. Llevaba su cabello rubio suelto como siempre le había gustado, en cierto modo asentando esa especie de rebeldía interior que siempre la acompañaba. Era apasionada y mantenía esa pasión en un halo de misterio procurándose así una sensualidad que no era ajena a ningún hombre.

       Caminaba por el paseo de la playa y sus pensamientos se perdieron entre recuerdos de los hombres que había amado. Recordaba cómo todos habían caído rendidos a sus encantos y a sus misterios. Se perdió entre las palabras y las escenas que había representado cuando sentía que un amor se agotaba tras otro y ponía las condiciones de una ruptura que no siempre entendían sus amantes empeñados en continuar algo que era imposible sostener. Se preguntaba por qué sentía ahora fracasado ese aspecto romántico de su vida cuando nunca antes había valorado esas cuestiones vitales. Se dio cuenta que ya los hombres no se giraban para mirarla como antes hacían y empezó a pensar que caminaba sola hacía un futuro incierto. De pronto sintió miedo, miedo a la soledad. Volvió a envolverse en el abrigo. El aire frío enrojeció sus mejillas y la punta de su nariz. Miró al cielo pero sentía ganas de llorar.

       Bajó hasta la playa y, a pesar de la fría brisa, se sentó unos minutos en la arena. Entonces se dibujó en su pensamiento el único hombre que nunca se rindió completamente a ella, el único que le dijo adiós a pesar de que la amaba profundamente y el único por el que lloró las más tristes lágrimas que jamás había llorado en su vida. Durante meses se negó a sí misma que la hubiese amado. Pero, pasado el tiempo, los años, comprendió algunos de los misterios que aquel hombre le había desvelado. ¿Cómo había podido estar tan ciega?, se preguntó a sí misma. Todo lo que él le dijo se fue cumpliendo, como una especie de inexorable camino hacia la nada. Recordó lo único que aquel hombre le había pedido… “quiéreme”, le susurró un día en lo más silencioso de una pasión contenida. Ella jugó la carta de aquel misterio que acostumbraba a guardar, pero ese misterio, como un secreto oculto y peligroso se volvió contra ella y aquel que tanto la había amado, que tanto la había seguido, que tanto se rindió a sus caprichos… se fue. Lloró. Lloró como había llorado su pérdida. Lloró lágrimas desde las entrañas de su alma. De repente sintió la imperante necesidad de abrazarle, de besarle, de decirle lo que nunca le dijo, que le amaba. Sentada en la arena, metió la cara entre sus brazos sobre las rodillas y lloró.

       Las olas sonaban cerca, subían y bajaban por la arena a embestidas rítmicas y constantes, como un hombre y una mujer que se aman en el fuego de una pasión que les devora y a la que se entregan sin freno y sin control. El sonido de las olas y los gemidos que envolvían sus lágrimas no le permitían escuchar nada más. Oía su nombre entre el viento y las olas. Jane. Jane. Otra ola y volvía a oír, Jane. Parecía que el Cielo la llamaba. Miró hacia el Cielo como buscando al Dios que creyó haberla abandonado. Su rostro apareció ante ella, cálido, sonriente, tranquilo y sereno… “¿Tanto he cambiado que ya no te acuerdas de mí, Jane?”, le dijo mientras la cogía por una mano para ayudarla a levantarse. “¿Dónde has estado todos estos años?”, le preguntó mientras la abrazaba con aquellos brazos fuertes y grandes, ahora parecía incluso un hombre más grande que cuando le conoció. Jane, abrazada a él durante unos segundos que parecían horas, no quería separarse. Aquel abrazo era lo mejor que tenía desde hacía muchos años. Todas las palabras de amor que él le había regalado durante meses se fueron colando en su memoria. Entonces le miró a los ojos con sus ojos de color miel todavía enrojecidos por las lágrimas, al igual que sus mejillas y su nariz por el frío y se lo dijo: ‘nunca dejé de amarte, siempre te he querido y aunque haya tardado tanto, he comprendido que tú eres lo mejor que me ha pasado en la vida, la persona que me amó sin condiciones y a la que he llorado tanto que me he vaciado en lágrimas”. La atrajo más aún hacía sí mismo, la abrazó fuerte, se inclinó sobre ella y sobre sus labios puso un beso cálido, sincero, lleno de dulzura y de amor y susurró en un hilo de voz grave: “Jane, te juré amor eterno y he mantenido mi palabra. Sólo Dios me ha traído de nuevo ante ti y sé ahora que así es porque así lo has deseado. Pero no volveré a irme si me quieres…”. Jane, dejó rodar otra lágrima por su mejilla, pero esta vez no era de tristeza. En sus labios se dibujó una sonrisa y sus ojos brillaron para él desde ese mismo momento. Un hombre y una mujer caminaron por la playa en un paseo que ya no volvería a tener más ruptura que la que el Cielo ordenase algún día.
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