El silencio que se extendía a lo largo de la pequeña capilla en la última planta del Santa Isabel hacía que la estancia pareciera mayor de lo que era en realidad. A ambos lados del altar, dos imágenes de altura real flanqueaban la central tallada en madera de cedro de un Cristo en la cruz. A la izquierda, San Patricio, patrón de la tierra madre a la que pertenecía Kaitlin y toda su familia. A la derecha del Cristo, una imagen bellísima de la Virgen María, que un alma devota agradecida había vestido con ropas de seda blanca, terciopelo azul y ribetes dorados, abría sus brazos con dulzura y amor. Kaitlin se arrodilló en un reclinatorio cerca de la imagen de María. Rezó ante la madre de Dios entre lágrimas pero en silencio.

- Santa Madre, bendito sea tu nombre, bendita seas en todos los lugares de este mundo. Benditas sean tus palabras aunque muchas veces no alcancemos a escuchar. Madre de Dios, ahora comprendo tu dolor, el dolor de verte arrebatada de tu hijo. Madre María, sabes lo que he luchado, lo que he sufrido, lo que he hecho por mi hija en estos últimos meses. Ahora Dios me pide esta enorme prueba y no sé encontrar más apoyos. Se me agotan los recursos y toda mi fe está ya entregada. Todo lo que sé y puedo hacer, lo he hecho. Santa Madre María, te ruego que me des fuerzas, que ayudes a mi pequeña Rachel. Ella es lo mejor que he hecho, la que me da vida y la que ilumina mis días. Déjame disfrutar de ella más tiempo, quererla, abrazarla, mimarla, verla reír y enseñarle las cosas buenas que aún quedan en este doloroso mundo.
 
En la mente de Kaitlin bullían las imágenes de Rachel, su hija de cinco años, que permanecía en una habitación de cuidados intensivos. Había sufrido una complicada operación de doce horas para extraer un tumor en el lóbulo frontal de su cerebro. Debían transcurrir cuarenta y ocho horas cruciales para ver la evolución y tres meses para una recuperación completa. Un médico del equipo, el doctor Gabriel, tranquilizó a Kaitlin antes de la operación, pero ella sentía un miedo lógico, racional y terrible. Kaitlin rezó interiormente también al santo de sus orígenes. 
 
Recordó algunas de las historias de indecible sufrimiento que padeció su familia un siglo y medio atrás, cuando la Gran Hambruna se llevó a millones de personas de la amada Irlanda y tuvieron que emigrar en busca de supervivencia en la más absoluta pobreza. El país de la Libertad les concedió una oportunidad. Siempre con voluntad, sacrificio y esfuerzo su familia logró salir adelante y ella, como buena irlandesa, llevaba en sus genes el espíritu de la lucha, del trabajo y del esfuerzo constante. “La vida no regala nada” solía recordarle su abuelo materno.
Ahora, se encontraba en el Hospital Santa Isabel de Boston, uno de los mejores y más preparados del mundo. Había vendido todo lo que tenía para poder costear el tratamiento de su hija. Durante las últimas semanas se repetía constantemente para sí misma “todo va a salir bien” como si fuese un mantra sagrado que a fuerza de repetirlo pudiese ordenar el destino. Mientras rezaba, con una fotografía de su hija en las manos y atenazada por un dolor inexplicable, el doctor Gabriel entró y se arrodilló junto a ella. Allí, a solas en la penumbra de la capilla iluminada por velas y alguna que otra débil luz eléctrica, hablaron. La voz susurrante del médico sonaba firme y segura, de un tono grave y autoritario, pero con palabras llenas de esperanza y de vitalidad. El estado de ánimo de Kaitlin parecía tranquilizarse cuando le escuchaba hablar. No obstante, no pudo reprimir las lágrimas cuando Gabriel le dijo que en las próximas horas todo estaba en manos de Dios.
 
Permaneció en la capilla durante varias horas. No quería ver a su hija rodeada de máquinas, conectada a cables y tubos que entraban y salían del pequeño cuerpecito de Rachel. Se sentía aterrada ante aquella visión y los médicos y enfermeras moviéndose permanentemente a su alrededor. Allí, en aquel silencio, al lado de las sagradas imágenes, se sentía, por decirlo así, más cerca de su hija.

Repentinamente una enfermera entró y le pidió que bajase. Los ojos de la joven enfermera reflejaban un fatal desenlace. Kaitlin sintió la punzada de un dolor que le resultaba imposible soportar. Sus rodillas se negaban a sostenerla en pie. Su estómago y su corazón parecieron encogerse hasta el vacío. Ninguna palabra era capaz de articular ante la tensión que se acumuló en su garganta. La enfermera la ayudó a ponerse en pie y caminar hasta el ascensor. Cuando llegó, un grupo de médicos y enfermeras alrededor de Rachel se sentían derrotados por el curso del destino. Kaitlin quiso gritar pero los latidos de su corazón se agolparon en sus sienes y cayó derrumbada al suelo. En las imágenes que se dibujaban entre ensoñaciones rogaba a Dios que la llevase con su hija. Lloraba y gritaba impotentemente mientras veía a su hija caminar hacia la brillante luz blanco-azulada.
 
 Entonces apareció en su sueño el doctor Gabriel que la ayudaba a levantarse, la calmaba y le decía: “No temas Kaitlin. Este no es el momento. Dios te devolverá a tu pequeña. Sé valiente”. Cuando despertó, se vió rodeada  de un médico y dos enfermeras que sonreían al ver sus ojos. Ella preguntó por Rachel, nerviosa y todavía confusa tras el desmayo. “Está bien, está bien. La hemos recuperado. Todo ha sido un mal susto pero ha salido del coma antes incluso de lo que esperábamos. Es una estupenda noticia Kaitlin. Se va a poner bien”. La llevaron hasta la enorme cristalera que la separaba de la zona de cuidados intensivos y, cuando vió a Rachel sonreír débilmente y los ojos azules de su pequeña mirándola, supo que iba a salir de aquella dura prueba. Entonces miró hacia sus acompañantes y les preguntó por el doctor Gabriel para darle las gracias. Los tres se miraron los unos a los otros con extrañeza.
 
- ¿Gabriel?, no tenemos ningún doctor con ese nombre– dijo la enfermera Rose.

- Pero, el doctor Gabriel es el que operó a Rachel – contestó Kaitlin confundida.

- Kaitlin, el médico que dirigió la operación de tu hija es la doctora Christine Cavanaugh. No tiene a ningún doctor Gabriel en su equipo… ¿te encuentras bien?. Parece que ese desmayo te confunde. Vamos a hacerte unas pruebas ¿de acuerdo? – propuso el doctor Joyce...
 
- ¡Oh no!, por favor. Estoy bien, de verdad. Es sólo que… tal vez es fruto de esta situación de tensión.
 
 

Entonces recordó sus oraciones en la capilla, el rostro del arcángel, sus palabras tranquilizadoras, su mensaje, la imagen de su Virgen María y San Patricio y en lo profundo de su espíritu les dio gracias por estar tan cerca de su hija.